El centro del pueblo estuvo en sus orígenes en el cerro, antes incluso de que hubiera mezquita, luego ésta se levantó a partir de sillares y columnas visigodas y romanas, las casas se apiñaban en torno a ella protegidas por una muralla fortaleza. Las columnas y los sillares fueron montándose y desmontándose, pasando así entre formas y volúmenes que recojían la materia de los anteriores. En el siglo diecinueve se hizo uno de estos morphing: se desmontó la fortaleza para hacer una plaza de toros. La traza circular y su graderío se terminaron encaramando a la mezquita redibujando la situación con un insólito abrazo. Las invasiones bereberes en la península produjeron asentamientos en las sierras del sur, en un tipo de paisajes afines a los invasores. Juan cuenta algunas historias de éstas, él también tiene cara de bereber, escribe cuentos a propósito de la época islámica, y los mezcla con nombres de personas que conoce cualquier día por casualidad. Los bereberes eran pastores y andaban con las cabras por el monte, como Miguel.
Las casas no se apiñan ya junto a la mezquita, si acaso las viejas cabañas son lo más próximo. La casa donde vive Angelita es de las que hoy día quedan más encaramadas al cerro, un carril sube desde su casa hasta la plaza de toros, ella y su marido fueron adquiriendo poco a poco las cuadras colindantes. Hoy están abandonadas. Cuenta como fueron pagadas con diezmil pesetas en un bar, sin ningún papel. Ella es de una aldea, como casi todo el mundo allí, no le apura contar que es hija ilegítima de un señorito que no quiso saber nada de ella, se crió en la pobreza y aprendió los trabajos de los pobres. Marchar al campo para la sementera, andar al bosque y recoger pedazos de madera, lo que llaman el cisco, con eso se encendían braseros y cocinas. Cuando las empresas del medioambiente llegaron al campo a controlar los bosques empezaron a supervisar los montes y a multar a quienes por allí recogían los desechos, qué sabrán los del medioambiente nada más que vigilar y multar a quienes siempre estuvimos en el monte, lo mismo que no le gusta que le manden no elude tampoco ninguna responsabilidad, el gobierno somos todos, pero todo esto está preparado para que no nos enteremos de nada. Su padre tuvo luego una familia, nunca quisieron saber nada de Angelita, un día su hija le contó con sorpresa que el profesor de la escuela tenía su misma cara, que era clavadito a ella.
Esta actitud parece recoger el testigo de lucha y de no doblegamiento de Louise Michel. Acusada de promover las acciones de la Comuna de Paris respondió ante el tribunal: No quiero defenderme, no quiero tampoco que me defiendan. Pertenezco a la revolución social, y declaro aceptar la responsabilidad de mis actos. Lo acepto todo entero y sin restricción. (…)Ya que, según parece, todo corazón que lucha por la libertad sólo tiene derecho a un poco de plomo, exijo mi parte. Si me dejáis vivir, no cesaré de clamar venganza y de denunciar, en venganza de mis hermanos, a los asesinos de esta Comisión. Louise era también hija natural de una sirvienta y de un terrateniente.
El carril que sube de su casa a la plaza de toros está lleno de zarzas, no recuerdan la última vez que por allí subieron. Dimos un paseo por todo aquello y hablando se nos hizo de noche. En la bajada del carril abandonado y oscuro emergía entre las zarzas un ramillete luminoso de azucenas salvajes.