About Paco Inclán

Paco Inclán (Valencia, 1975). Editor, escritor y agitador socio-cultural. Ha complementado su licenciatura en Ciencias de la Información con varios postgrados que le han permitido especializarse en educación y cooperación. Desde entonces su voluntad creativa desde el punto de vista artístico ha estado vinculada en la puesta en la creación colectiva a través de procesos participativos con grupos humanos. En este sentido ha promovido talleres de prensa, realización de cortometrajes, obras de teatro, play backs/performances o programas de televisión y radiofónicos, contando siempre con la participación e implicación de los usuarios de dichas actividades. Participó como animador socio-cultural en los campamentos internacionales del Forum de Barcelona (2004) y coordinó el Casal de la Juventud de Godella (2001/02). Actualmente edita la revista de arte y pensamiento Bostezo, publicada por la Asociación Cultural Bostezo, en la que ejerce como presidente. Además, es miembro organizador del Festival de Cine de Ciencia Ficción, Fantástico y de Terror Catacumba. Ha colaborado como articulista en varios medios, como el diario mexicano Milenio o la revista Replicante. Ha publicado los siguientes libros: La solidaridad no era esto (2000), reflexiones sobre el trabajo como educador con los niños de la calle en Tegucigalpa, El País Vasco no existe (2004), memoria narrativa de una estancia en el País Vasco y el compendio de su narrativa mexicana en La vida póstuma (2007). Ha sido becado por la Fundación Max Aub y el Instituto de Estudios Catalanes.

Deriva a la estática

El pasado sábado invertí el proceso: se trataba de permanecer doce horas en un hórreo. Al fin y al cabo el juego situacionista permite la alteración del reglamento. Me impuse esta nueva misión: prefiero misión a acción, por su contenido épico, una inexplicable fe, una búsqueda de sentido a lo que no lo tiene; amigos, potenciales lectores de estas trastabilladas notas, no encuentro otra manera de embaucarme en estas frikadas que reconocerme como un misionero explorando territorios inmateriales en búsqueda de improbables reflexiones sobre la belleza de las relaciones sociales. Lo decía Debord (cito de desmemoria): el terreno en el que nos adentramos es tan desconocido que cualquier acción-misión puede contribuir a la experimentación situacionista. Esta vez sería un peregrinaje inerte, de 10 a 22 horas en el hórreo de Alg-a Lab, convertido en eso que llaman TAZ, transformado en un chill-out campestre. Corrió la voz por los bares y las casas colindantes. Nadie aseguró venir a verme. Las visitas serían aleatorias, también las consecuencias.

Pasear sin moverse, desnortarse en un espacio cerrado, desperdiciar el tiempo, imaginé que estaba a bordo de una rústica nave a punto de iniciar el despegue. Esperar al interlocutor desconocido que se prestase a compartir ese espacio-tiempo de la vida cotidiana transformada en escenario. Comenzaron a llegar vecinos, al principio extrañados por la acción, “¿se puede saber qué carallo estás haciendo”?, pero, con el paso de los minutos (entendiendo la terquedad de mi des-propósito), se convirtieron en testigos y acompañantes de mi inútil hazaña, de mi récord sin notario. Doce horas seguidas sin bajarme del hórreo. Alguien me comparó con un brujo africano, otro con San Campio (el santo que siempre está tumbado) y otro, entendiendo las profundas ramificaciones invisibles de mi cometido, dijo que no me molestasen, que estaba trabajando. Con las gentes llegaron historias, comida, vino y objetos, entre ellos, un orinal prestado por un vecino preocupado por mis posibles necesidades fisiológicas. También la prensa, siguiendo los consejos de Guy, que recomendaba la utilización de los medios para la propagación de las acciones situacionistas. He aquí una paradoja, otra más: una deriva estática con intenciones situacionistas convertida en producto al servicio del espectáculo, del consumo cultural, del entretenimiento masivo.

A media tarde, que yo estuviera subido en el hórreo dejó de resultar notorio. Era una pieza aceptada en el decorado. Se generaron nuevos espacios relacionales, una situación construida alrededor de una absurda permanencia en el interior de un hórreo. Inhalé la atmósfera, me sentí satisfecho. Cuando todos se fueron, llegaron dos señoras mayores que regresaban de misa de ocho. Les habían dicho que allí estaba pasando algo, pero no lo tenían muy claro. Traté de explicárselo, pero no sé si llegaron a entenderlo. Se quedaron un rato. Me contaron historias de fantasmas, apariciones demoniacas y curas zombis. Al anochecer, se marcharon frotándome las rodillas para que no tuviera miedo (ahondaré en la búsqueda de algún simbolismo al respecto). Cuando quedaban cinco minutos para acabar mi misión, otras dos vecinas me trajeron la cena. Ellas fueron las que me obligaron a bajar cuando pasaban tres minutos de las diez. Si por mí fuera me hubiese quedado más rato. Es lo que tienen las derivas, también las estáticas: cuesta arrancarlas, pero una vez en proceso resulta complicado salirte de esa percepción extrasensorial del ambiente. Pasé la noche extrañado, como si, en lugar de un hórreo, hubiese abandonado un útero o una apacible burbuja donde todo estaba bien, todo en su sitio, nada resultara realmente importante.

Fase 2

Comienza ahora la segunda fase del proyecto: la de análisis de todo lo registrado y experimentado. La praxis situacionista en un entorno rural -aplicando teorías de la estética relacional- me embarca en un terreno ignoto de investigación. Necesito tomar perspectiva para verlo desde fuera y poder extraer algunas conclusiones, si es que las hubierte. En los últimos días, mi rol de observador ha desaparecido. Empiezo a sentirme como un vecino más, lo cual me provoca cierta confusión mental. La obra de arte, insertada en la vida cotidiana, está finalizada. La exposición ya no me pertenece. Un día después de la inauguración, los vecinos siguen llevando objetos y otros me buscan para mostrarme otros nuevos. Una vez arrancado el proceso, podría realizar esta tarea eternamente, en un recorrido sin final y en bucle. Ahora, ya solo me queda reflexionar sobre el proceso. Descifrar los resultados de estos cincuenta días de permanente exposición pública, derivas, conversaciones, tragos, mapas y objetos.

Los objetos como apéndice

Los objetos –subjetivizados por la historia que transmiten- son un apéndice de los sujetos que me los narraron, una manera de aproximarme a los condicionantes psicogeográficos de la parroquia. Su valor expositivo reside en el inseparable hilo conductor que les une a las personas que los prestaron para esta muestra.

Inauguración

Gracias a los vecinos y vecinas de Valladares la exposición de objetos desbordó las previsiones iniciales. La tarde del martes y la mañana del miércoles fueron llegando utensilios e instrumentos para completarla. La gente colaboró en la disposición de los objetos en la sala. Se generó un escenario de intercambio memorístico. Aunque no había ninguna premisa previa, la interpretación colectiva es notoria: un espacio para recrear el poso rural de la parroquia, almacenado en sótanos, cobertizos, armarios y rincones de las casas. Muchos de los objetos -abandonados, oxidados, olvidados- recuperaron para la ocasión su valor por la historia que guardan. El trueque del Banco del Tiempo le dio mayor dinamismo al acto de inauguración de la exposición, que permanecerá hasta el 15 de octubre en el centro vecinal y cultural de Valladadres.

Artefactos relacionales

Los objetos se han convertido en los intermediarios adecuados para la interacción con mis vecinos. El vínculo necesario -la excusa perfecta- para que me enseñen el monte, me saquen a bailar, me lleven a comer o a recorrer algún sendero que ellos consideran imprescindible para mi recorrido. Los objetos fungen de registro de sus propias vidas, a través de ellos rastreo por la subjetividad. Son sus objetos los que marcan mi camino. Se establece una triple relación: entre el vecino y el objeto (biográfico, memorístico), entre el objeto y yo (que señalan mi recorrido aquí en un mapa de objetos subjetivizados) y entre el vecino/a y yo (los diálogos, las vivencias compartidas, la dichosa estética relacional). En este caso, es la palloza (indumentaria tradicional utilizada para resguardarse de la lluvia y el frío durante los trabajos agrícolas) la que ofrece la ‘cita posible’ que no atiende a códigos diseñados o establecidos de interacción. No hay reglas. Sucede justo lo que tenía que suceder y cuando tenía que suceder. Ni antes ni después.

Todo es Vigo, pero no tanto…

Los de Valladares “bajan a Vigo” cuando cogen el autobús que les lleva a la Plaza de España. Sin embargo, la parroquia también forma parte de Vigo, es su lado rural, su límite natural (donde acaba Valladares acaba Vigo y comienza el colindante municipio de Gondomar). Valladares no siempre formó parte de Vigo, hasta mitad del siglo pasado perteneció al municipio de Lavadores –conocido como la ‘Rusia chiquita’ por su agitada actividad sindical-, actualmente integrado dentro de la ciudad de Vigo, como Bouzas que algún día no muy lejano también fue municipio. Parroquias rurales (Lavadores), marinas (Bouzas) y el centro de una ciudad que se expandió hasta donde pudo –cuando ya no pudo, se anexionó a los montes que la apresaban. El resultado es lo que, en los mapas oficiales, se conoce como Vigo. Una ciudad que arrinconó lo rural –dejándolo como factor testimonial, nostálgico- para centrarse en su actividad industrial, naval, metalúrgica, arrancando mano de obra agrícola para las fábricas. Los mayores de Valladares todavía recuerdan cuando bajar a Vigo no era tan natural ni tan frecuente. Solo lo hacían para comerciar con sus productos agrícolas, para buscarse el pan o por algún motivo extraordinario. Me hablan del tranvía que recorría la costa- como un ente fantasmal que todavía recorre sus recuerdos. Aún hoy existe un desencuentro entre el mapa administrativo y el emocional de la zona. Con ese motivo (pudo ser cualquier otro) me he lanzado a una investigación confusa. Me he acostumbrado a “bajar a Vigo” a pie (son unos cinco kilómetros de bajadita, subirlos es otra cosa) para tratar de elucubrar un límite entre lo rural y urbano. Conforme voy bajando, pregunto a los viandantes “cuánto queda para llegar a Vigo”, para ver cuál es el límite invisible entre Valladares y Vigo. Los resultados nunca se ajustan a mis hipótesis (lo cual demuestra a su vez mi hipótesis de partida): para algunos de mis informantes, Vigo comienza a tres kilómetros de Vigo (?), para otros a dos, para otros en un concesionario de coches y para otros en una cervecería donde suelo hacer un alto en el camino. La Avenida Castrelos (de Vigo) se convierte en un momento dado –no señalizado- en Carretera General de Valladares. Durante dos kilómetros ninguna placa señala dónde acaba una y empieza la otra. De momento, después de intentar extraer conclusiones con la luz de las farolas y la forma de las camareras de pronunciar la letra g, el dato más demostrable lo he obtenido de las alcantarillas: hay un punto en el camino donde aparece el Concello –ayuntamiento- de Vigo como benefactor de las mismas. Luego, mucho antes de llegar al cartel que anuncia que empieza Valladares, aparece el mapa de Galicia en las alcantarillas, sin ninguna referencia a Vigo. Ahí, en el sistema de alcantarillado, en la identificación municipal con su desarrollo y mantenimiento, podría estar la clave oculta de lo qué –a nivel psicogeográfico- es Vigo –urbano, gris, progreso- y lo que no lo es tanto –rural, verde, antaño. ¿Por favor, cuánto falta para llegar a Vigo? “Esto ya es Vigo”… ¿por favor, cuánto falta para llegar a Vigo? “Uff, aún te quedan veinte minutos” (dos respuestas de distintos informantes en un mismo punto). De vuelta hago lo mismo, todavía no he pasado las anotaciones a diagramas, tablas y estadísticas que ofrezcan resultados más o menos fiables, pero las primeras aproximaciones a cuestión tan trascendente apuntan a que la distancia psicogeográfica Vigo-Valladares es superior a la de Valladares-Vigo (obviaré aquí que de subida el esfuerzo empleado es diez veces mayor que de bajada). Y es que no es lo mismo mirar la ciudad de arriba hacia abajo (perspectiva 1) que abajo hacia arriba (perspectiva 2). La perspectiva 1 puede verse desde lo alto del monte Alba, ubicado en Valladares, donde unas magníficas vistas nos muestran Vigo de manera global. Desde allí se observa una ciudad apresada por montes que, ante la imposibilidad de seguir creciendo, se anexionó los parajes naturales que la rodeaban. Desde arriba se puede ver una visión integradora del municipio, un conjunto formado por el mar, el centro de la ciudad y los montes que la encierran. La perspectiva 2 se puede ver nítidamente en un paseo en barco desde la ría (para ello tuve que aceptar la invitación de un vecino a un trayecto en yate, ¡todo por la psicogeografía!). Desde allí, las parroquias periféricas parecen estar más lejos, son el inicio de otro entorno, límite natural de la ciudad. Los de Valladares bajamos a Vigo, los de Vigo suben al monte, pero todo, territorialmente, forma parte de la misma ciudad. Pero hay planos invisibles, fronteras neuronales formadas por distintas capas de memoria, que no aparecen reflejados en los mapas administrativos. Tratar de detectarlos es sumergirse en un pandemonium de recuerdos, distancias, paseos, diálogos de los que, en la mayoría de ocasiones, no sacaremos nada en claro. Pero, oigan, que solo soy un misero psicogeográfico rural, para estadísticas ajustadas a resultados herméticos consulten al Servicio Gallego de Estadística, que tiene datos para todo.

Orquestra experimental

Magnífica tarde con compañeiros y, sobre todo compañeiras, del Banco del Tiempo en Alg-a Lab. Durante tres horas se creó un TEMA (Temporal Espacio Musical Autónomo). Hábilmente dirigidos por Madamme Cell, practicamos, a modo de orquestra experimental, las indelebles conexiones entre la música tradicional y la electrónica. Los instrumentos son una muestra de la reutilización de objetos que me lleva acompañando desde que estoy aquí: fueron rescatados de aperos del campo, utensilios domésticos, de bolos celtas y de la Dirección General de Tráfico. El resultado (bizarro, mágico, tecno-étnico), servirá de banda sonora de la exposición. Acabé bailando una tecno-muñeira (hay video) y, como regalo, una de las señoras me dedicó una canción en valenciano. ¡Me lo pasé pipa, graciñas!

Valladares, 1955

A través de una vecina con la que coincido en un autobús llego a Marisa Salgueiro, aficionada a la pintura. De uno de los cajones de su casa extrae un escondido tesoro particular: una serie de láminas que rememoran sus recuerdos infantiles en la parroquia de Valladares. Me habla del año 1955, cuando la parroquia estaba desconectada de Vigo (no había carretera que las uniera). Un micro-universo aislado, pétreo, dominado por minifundios de (dificultosa) subsistencia. Descubro un lado femenino de esta historia. Marisa me narra como las niñas recibían cargas de trabajo, mientras que los niños eran los que disfrutaban del derecho a jugar. Nos acompaña su madre, Antonia, que a sus 91 años mantiene intacta la memoria pretérita. Descubro los cambios que ha experimentado la parroquia con sus dibujos y narraciones de tonos infantiles. La progresiva industrialización de la zona hizo que las familias abandonaran los campos, a pesar de que, todavía hoy, existe una relación nostálgica con la agricultura: muchos de los vecinos mantienen minicultivos que, en cierta manera, los vínculan con aquellos años.

Psicocartografía y objetos

He establecido la ‘cita posible’ situacionista (el azar en los encuentros con mis interlocutores) de manera total, exagerada: mi estrategia consiste en exponerme públicamente por Valladares, pasearla por sus empinadas calles, las barras de sus bares, la parada de autobús o por el centro vecinal. He eliminado cualquier hipótesis de lo que busco o de lo que quiero contar (prefiero que me cuenten). Soy un entrevistador sin preguntas en busca de respuestas. Los días de acción me dejo el suficiente tiempo –todo- para arrastrarme por los acontecimientos, dejarlos que fluyan hasta el final, sin interrumpirlos ni abortarlos. Así va surgiendo un recorrido azaroso por la parroquia, acompañado de seres que bien pudieron ser otros y que aparecen con voluntad de mostrármela. La gente es generosa –me están ‘ganando’-, se muestra colaboracionista en todo momento, aun desconociendo cuál es mi cometido exacto. Desde que estoy aquí me han confundido con un delincuente (mis primeros paseos desorientados por la parroquia fueron relacionados con una ola de asaltos a casas de la zona, ya os contaré mejor, os resultará divertido), historiador, fotógrafo, hagiógrafo –me sé la historia de todos los santos locales- o el albañil encargado de arreglar uno de los molinos cercanos al centro. Como vivo en un contenedor, un vecino me preguntó el otro día cuándo carallo acabaríamos las obras de la casa colindante. “Aún tardaremos”, le respondí (la obra de arte del artista obrero). Paseo sin rumbo aunque, en los últimos días, mis derivas se extravían: los vecinos detienen su coche a mi paso para invitarme a subir y llevarme a algún desorientado punto de destino. ¿Adónde vas, homeciño? “No sé”. “Sube, que te llevo”. Me han invitado a ver unos veinte molinos –con tanto empeño, empiezo a denotar su importancia en el imaginario colectivo, aunque es pronto para extraer conclusiones-, un embalse, un anochecer nebuloso –espectacular, os lo prometo- en la cima de un monte, un entrenamiento de bolos celtas (acabé jugando), un concierto hardcore en un bosque, un partido de fútbol, una fosa de lobos, unas cabañas abandonadas para el rebaño, un huerto comunitario, un clausurado basurero –el antiguo vertedero de Vigo- enterrado bajo un prado. Hasta ahora solo he rechazado una visita a un campo de golf. Tengo en agenda un paseo por la ría, la visita a un invernadero de permacultura y la procesión de San Bartolomé. Hay un vecino con el que me cruzo a menudo por la Estrada Xeral que me va contando de manera pormenorizada cómo van las obras del nuevo hospital. Le escucho con la misma atención que pondría un arquitecto recibiendo las explicaciones de un aparejador. Otro, el hijo del ferretero, manifiesta una curiosa fascinación por los portugueses: pese a considerarlos como seres inferiores reconoce que han adquirido una mayor calidad de vida a través de la holgazenería, el nomadismo y el estraperlo (el otro día intenté hablarle del decrecimiento, pero no pareció entenderlo). Me habla de grandes mercados de marcas falsas bajo sótanos del otro lado de la frontera. En general, los vecinos muestran conocimientos materiales, de oficios, de molinos, de campo, una manera pétrea de fijarse en el entorno. Me los transmiten con una jerga incomprensible y movimientos de manos con los que intentan explicar algo que, parecen deducir, no entiendo. Historias de canteiros, carreteiros, picapedreiros, carreiros (oficios relacionados con la cantera, junto a los molinos, el primigenio desarrollismo de la parroquia). Yo agradezco, de corazón, transitar tan trastabillado, acompañado de singulares gentes que me ofrecen lo que saben, lo que entienden o lo que interpretan (un potlach de conocimiento). Cualquier conversación adquiere su importancia, aunque muchas de ellas sean de aparente naturaleza intrascendente, ya tendré tiempo para filtrar lo que sí de lo que no. De momento, cartografío el terreno a través de pequeñas historias, siempre inconclusas, dudosas. Trato de encontrar un hilo que anude la información recopilada. A veces resulta agotador, sufro altibajos anímicos, transito del éxtasis al sopor sin motivo aparente. Anoto todas las historias, prestando mayor atención a las que me pudieran resultar más insignificantes. Solo evito –desvío- conversaciones sobre fútbol y política, a sabiendas de que poco o nada me podrán aportar. Entiendo que hay referentes colectivos –un imaginario que conforma una identidad, una pertenencia al lugar- que no aparece en los libros, formada por anécdotas de transmisión oral, apodos familiares, remates de falos en los hórreos, campanas enterradas (en el Alba hay una), personajes ya muertos (Ignacio Costas Piñeiro, Don Prudencio, el carpinteiro de la Sobreira…), nombres invisibles de lugares –toponomia- que no aparecen en los mapas pero que permanecen guardados en la memoria de los paisanos y que esconden privilegiada información que me traslada a una interpretación psicológica del entorno: no es baladí que un lugar se llame ‘camiño do merda’ o que a una familia le llamen ‘os caruchos’ –puro en portugués, por poner dos ejemplos. Como nudo relacional con los vecinos surgen los objetos, no le he pedido a nadie que piense en ninguno, van surgiendo de las conversaciones y los trayectos: los escojo de las narraciones, por la historia que guardan, la memoria que transmiten: un reloj, un acordeón, un medallón conmemorativo de un vecino que estuvo en la Antártida, una plancha, una colección de monedas argentinas, las desvencijadas butacas del antiguo cine, un yunque oxidado, etc. Una vez seleccionados, estoy en la fase más complicada: hacer entender a mis interlocutores que su historia me sirve, que su objeto guarda un aura en mi interrelación con ellos y Valladares. Algunos no se creen que historias tan mínimas puedan trascender más allá del asumible olvido. Otros dudan que algo que es chatarra mil-veces-a-punto-de-acabar-en-la-basura pueda guardar ahora un valor expositivo. Suscribo la frase del Memorial a Walter Benjamin en la localidad fronteriza de Port Bou: “Es tarea más ardua honrar la memoria de los seres anónimos que la de las personas célebres. La construcción histórica está consagrada a la memoria de los que no tienen nombre”.

 

El reciclaje del entorno

Amadeo y yo llevamos varios días discutiendo sobre si su Fernandiño es una obra de arte o no lo es (él insiste que no). La construye con piezas que le presta un vecino de su taller mecánico. Es una obra inacabada, en constante proceso de evolución creativa. La quiere elevar sobre un pedestal. Nunca la expuso en ningún lado. Su objetivo es ponerle más cabello –está esperando unos cables- y un motor para hacerle andar. Es mi objeto referente de un entorno rural en proceso de transformación, el empleo de unas formas ancestrales –de reciclaje y reutilización de los objetos y la naturaleza del entorno- para un proceso metalúrgico, mecánico, industrial. Amadeo –de oficio albañil, pre-jubilado tras 35 años trabajando en la cadena de montaje de una fábrica de automóviles- utiliza instrumentos atávicos del lugar –aperos de labranza, herramientas, utensilios de cocina-, piedras o troncos secos de los montes para reciclarlos en la construcción de objetos artísticos, aunque él duda que lo suyo sea arte y él, un artista. Cuando le digo que vamos a llevar a Fernandiño a Madrid, se ríe. “Ten cuidado con sacarme de Galicia, pueden detenerte, soy especie protegida”. Le creo. En peligro de extinción.